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Morris ensayó una sonrisa natural.
-Hay algo que no vamos a poder soportar juntos; por ejemplo, la separación.
-¿Por qué hablas de separación?
-¡Ah, no te gusta!; ¡yo sabía que no había de gustarte!
-¿A dónde vas, Morris? -preguntó ella de repente. Morris la miró un instante y entonces ella sintió miedo de él.
-¿Vas a prometerme que no harás una escena?
-¡Una escena! ¿Hago yo escenas?
-¡Todas las mujeres las hacen! -dijo Morris con un tono de gran experiencia.
-Yo no las hago. ¿A dónde vas?
-¿Si te dijese que me iba por asuntos de negocios, lo considerarías tan extraño?
Ella se le quedó mirando un momento.
-No. No, si tú me llevas contigo.
-¿Llevarte conmigo en viaje de negocios?
-¿Qué negocios son esos? Tu deber es estar conmigo.
-¡Yo no me gano la vida contigo! -dijo Morris-. ¡O, mejor dicho -exclamó con una repentina inspiración-, eso
es lo que hago, o lo que dice la gente que hago!
Aquél era quizás un golpe maestro, pero no produjo efecto.
-¿A dónde vas? -repitió simplemente Catherine.
-A Nueva Orleáns... a comprar algodón.
-Yo estoy dispuesta a ir a Nueva Orleáns -dijo Catherine.
-¿Crees que voy a llevarte a un nido de fiebre amarilla? -exclamó Morris-. ¿Crees que voy a exponerte en esta
época?
-Si hay fiebre amarilla tú no debes ir tampoco.
-Voy por ganar seis mil dólares -dijo Morris-. ¿Me quieres quitar esa satisfacción?
-No tenemos necesidad de esos seis mil dólares. Tú piensas demasiado en el dinero.
-Tú puedes proporcionarte el lujo de decir eso. Es una gran oportunidad; nos enteramos de ella la otra noche.
-Y le explicó en lo que la oportunidad consistía; le contó una larga historia repitiendo varios de los detalles de la
notable operación emprendida por él y su socio.
Pero la imaginación de Catherine, por razones que ella conocía mejor que nadie, no se dejó inflamar por el
proyecto.
-Si tú puedes ir a Nueva Orleans -dijo-, yo puedo ir también. La fiebre amarilla te daría con igual facilidad que
a mí. Ya soy tan fuerte como tú, y no tengo ningún miedo de las fiebres. Cuando estuvimos en Europa,
recorrimos muchos lugares insalubres; mi padre me hacía tomar píldoras. Nunca tuve nada ni sentí miedo. ¿De
qué valen esos seis mil dólares si tú mueres de la fiebre? Cuando dos personas se van a casar no deben pensar
tanto en el dinero. No debías pensar en el algodón, debías pensar en mí. Puedes ir a Nueva Orleáns en otra
ocasión. Este no es el momento oportuno; ya hemos esperado demasiado. -Catherine hablaba forzadamente y
con las manos asía el brazo de Morris.
-Me dijiste que no harías una escena -dijo Morris-. Yo le llamo a esto una escena.
-Tú eres el que la hace. Yo nunca te he pedido nada antes. Ya hemos aguardado demasiado. -Y para ella era un
consuelo el que hasta entonces hubiese pedido tan poco; le parecía que aquello le daba derecho para insistir
sobre el punto capital.
Morris meditó un momento.
-Está bien; no hablemos más de ello; haré el negocio por carta. -Y comenzó a acariciar su sombrero, como si
fuera a marcharse.
-¿Te vas ya? -dijo ella poniéndose de pie y mirándolo cara a cara.
Morris no renunciaba a la idea de provocar una pelea; era el medio más senciilo. Inclinó los ojos sobre el rostro
levantado de Catherine y le dijo frunciendo el ceño:
-No eres nada discreta; no deberías atropellarme.
Pero, como de costumbre, ella lo concedió todo.
-No, no soy discreta. Ya sé que he estado muy exigente. ¿Pero no es natural? Sólo ha sido un momento.
-En un momento se puede causar mucho daño. La próxima vez que venga trata de estar más tranquila.
-¿Cuándo vas a venir?
-¿Vas a ponerme condiciones? -preguntó Morris-. Vendré el sábado próximo.
-Ven mañana -rogó Catherine-. Quiero que vengas mañana. Estaré muy tranquila -añadió; y su agitación era
entonces tan fuerte que aquella seguridad resultaba impropia. Un brusco miedo la había acometido; era
semejante a la sólida conjunción de una docena de dudas independientes entre sí; y su imaginación, de un solo
salto, había atravesado una enorme distancia. Por el momento, todo su ser se hallaba concentrado en el deseo de
mantener a Morris en la habitación.
Morris inclinó la cabeza y la besó en la frente.
-Cuando estás tranquila, eres perfecta -dijo-; pero cuando te pones violenta, no estás en carácter.
Catherine deseaba que no hubiese violencia, excepto los latidos de su corazón, que no podía impedir, y
prosiguió con la mayor suavidad posible:
-¿Me prometes que vas a venir mañana?
-¡He dicho el sábado! -repuso Morris sonriendo. Una vez fruncía el ceño y otra sonreía. No sabía ya qué hacer.
-Sí, el sábado también -repuso ella, tratando de sonreír-. Pero antes mañana.
El se dirigió hacia la puerta y ella le siguió rápidamente. Apoyó el hombro contra ella; le parecía que estaba
dispuesta a cualquier cosa para mantenerle allí.
-Si mañana no puedo venir, dirás que te he engañado -dijo.
-¿Por qué no vas a poder? Si quieres, podrás.
-¡Yo soy un hombre ocupado, no un faldero! -exclamó Morris severamente.
La voz del joven era tan dura y poco natural, que Catherine, lanzándole una mirada de desolación, se apartó de
él; entonces Morris puso la mano en el pestillo; le parecía que era indispensable que huyese de ella. Pero en
seguida Catherine se acercó a él y le dijo en tono no menos penetrante por ser bajo:
-Morris, ¿vas a dejarme?
-Sí, durante un tiempo.
-¿Cuánto tiempo?
-Hasta que seas otra vez razonable.
-De ese modo no seré nunca razonable. -Y ella trató de mantenerle allí un poco más; era casi una lucha-.
¡Piensa en lo que yo he hecho! -exclamó la joven-. ¡Morris, yo he renunciado a todo!
-Volverás a tener todo eso.
-No hablarías así si no proyectaras algo. ¿Qué es?... ¿qué ha sucedido?... ¿qué he hecho yo?... ¿por qué has
cambiado?
-Te escribiré... así será mejor -tartamudeó Morris.
-¡No piensas volver! -gritó ella rompiendo a llorar.
-Mi querida Catherine -dijo Morris-, no creas eso. Te prometo que me volverás a ver.
Y con estas palabras Morris logró escapar, cerrando la puerta tras él.
30
fue casi el último estallido pasional de su vida; al menos no tuvo otro que el mundo conociese. Pero aquél fue
largo y terrible. Catherine se arrojó sobre el sofá y se entregó a su dolor. Apenas sabía lo que había ocurrido;
ostensiblemente sólo había tenido una diferencia con su prometido, como habían tenido antes tantas otras
muchachas; pero aquello no sólo no era una ruptura, sino que no debía mirarlo como una amenaza. Sin
embargo, Catherine sintió una herida; aunque no hubiera sido él quien se la había producido, a Catherine le
hacía el efecto de que Morris había arrojado su máscara. Quería huir de ella; había sido violento y cruel, y dicho
cosas muy extrañas. La muchacha estaba aturdida; hundió la cabeza en los almohadones sollozando y
hablándose. Pero al fin se levantó por miedo de que su padre o Mrs. Penniman entrasen; y entonces se quedó
sentada allí, con la vista fija, mientras la oscuridad invadía la habitación. Se dijo que quizás Morris volviera
para decirle que no había hablado en serio; y aguzó el oído esperando oírle llamar, tratando de creer que aquello
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