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De un salto Searle se puso en pie.
-�Caray -exclamó-, por amor del cielo s�queme de aqu�! No puedo soportar cosas de
esta clase. Antes de que me d� cuenta, estar� haciendo algo de lo que luego me
avergonzar�. Robar� algo de esta p... cacharrer�a. �Proclamar� mi identidad y esgrimir�
mis derechos! �Ir� lloriqueando a la se�orita Searle para solicitarle por piedad que me d�
cobijo durante un mes!
Si alguna vez se habr�a podido decir del pobre Searle que parec�a  peligroso , era
ahora. Empec� a lamentar mi oficiosa presentación de su nombre y sin p�rdida de tiempo
me alist� a conducirlo fuera de la mansión. Alcanzamos al ama de llaves en la �ltima ha-
bitación de la serie, un peque�o gabinete fuera de uso, sobre cuya chimenea colgaba un
noble retrato de un joven de empolvada peluca y chaleco de brocado. Inmediatamente me
llamó la atención su parecido con mi compa�ero.
-Este es el se�or Clement Searle, t�o abuelo del se�or Searle, pintado por Sir Joshua
Reynolds -describió el ama de llaves-. Murió joven, pobre caballero; pereció en el mar al
ir hacia Norteam�rica.
-�ste es el joven dandi -dije- que trajo la mayólica de Italia.
-En efecto, se�or: creo que �l fue -dijo el ama de llaves, pasmada.
-Es la vera efigie de usted, Searle -cuchiche�.
-Se parece asombrosamente al caballero, salvando las distancias -dijo el ama de llaves.
Mi amigo se quedó contempl�ndolo:
-Clement Searle... en el mar... yendo a Norteam�rica... -musitó. Despu�s le dijo con
alguna acrimonia al ama de llaves-: �Para qu� diantres se fue a Norteam�rica?
-�Para qu�, en efecto, se�or? Es muy lógico que se lo pregunte. Creo que ten�a
parientes all�. Eran ellos quienes habr�an tenido que venir.
Searle prorrumpió en una carcajada:
-�Eran ellos quienes habr�an tenido que venir! Bien, bien -dijo, fijando los ojos en la
ancianita-; �pues por fin han venido!
Ella se puso encarnada como un arrugado p�talo de rosa.
-�Desde luego, se�or -dijo-, verdaderamente me parece que es usted uno de nosotros!
-Mi nombre es el mismo que el de ese apuesto joven -continuó Searle-. �Pariente, yo te
saludo! �Esc�cheme! -a�adió para m�, mientras me agarraba el brazo-. �Tengo una teor�a!
�l pereció en el mar. Su esp�ritu llegó a la costa y vagó desamparado hasta que consiguió
nueva encarnación en mi pobre cuerpo. En mi pobre cuerpo ha vivido, enfermo de
nostalgia, estos cuarenta a�os, revolvi�ndose en su endeble envoltura, inst�ndome al
est�pido de m� a devolverlo a los escenarios de su juventud. �Y yo nunca supe que era eso
lo que me ocurr�a! �Exhale yo mi esp�ritu aqu�!
Librodot Un peregrino apasionado Henry James
El ama de llaves ensayó una temerosa sonrisa. La escena era embarazosa. Mi turbación
no se vio aquietada cuando de improviso percib� en el umbral la figura de una dama.
-�Se�orita Searle! -se le escapó al ama de llaves en forma escasamente audible.
Mi primera impresión de la se�orita Searle fue que no era ni joven ni bella. Con
semblante t�mido permaneció en el umbral, p�lida, tratando de sonre�r y jugueteando con
mi tarjeta entre los dedos. Inmediatamente hice una inclinación; Searle, creo, la con-
templaba incr�dulo.
-Si no me llamo a enga�o -dijo la dama-, uno de ustedes, caballeros, es el se�or
Clement Searle.
-Mi amigo es el se�or Clement Searle -contest�-. Perm�tame a�adir que yo soy el solo
culpable de que usted haya recibido su nombre.
-Habr�a lamentado no recibirlo -dijo la se�orita Searle, principiando a sonrojarse-. El
que sean ustedes de Norteam�rica me ha impulsado a... a molestarlos.
-La molestia, se�orita, ha sido la ocasionada por nosotros. Y sólo con esa excusa: que
hemos venido desde Norteam�rica.
La se�orita Searle, mientras yo hablaba, hab�a clavado la mirada en mi amigo, puesto
que �l estaba silencioso debajo del retrato de Sir Joshua. El ama de llaves, agitada y
desconcertada, no pudo contenerse:
-�El cielo nos guarde, se�orita! Es el retrato de su t�o abuelo vuelto a la vida.
-No me he llamado a enga�o, pues -dijo la se�orita Searle-. S� estamos lejanamente
emparentados. -Ten�a pinta de mujer extraordinariamente pudorosa. Estaba patentemente
turbada por tener que hacer sus comentarios sin que la ayudasen. Con cort�s asombro
Searle la miraba de pies a cabeza. Me parec�a leer sus pensamientos. �sta, pues, era la
se�orita Searle, su prima doncella, futura heredera de estos terrenos y tesoros se�oriales.
Era persona de unos treinta y tres a�os, m�s alta que la mayor parte de las mujeres, con
salud y robustez en la redondeada amplitud de sus formas. Ten�a ojillos azules, un macizo
mo�o de pelo rubio, y boca a un tiempo ancha y garbosa. Iba vestida con un deslustrado
traje de sat�n negro, de corta cola. Alrededor de su cuello llevaba un pa�uelo de seda
azul, y sobre dicho pa�uelo, en muchas vueltas, un collar de cuentas de �mbar. Su
apariencia era singular: era grande, aunque no imponente; ani�ada, y sin embargo
madura. Su mirada y su tono, al dirigirse a nosotros, eran ingenuos, demasiado ingenuos.
Searle, creo, se hab�a imaginado alguna fr�a belleza altanera de veinticinco a�os; estaba
aliviado de que la dama se le antojara t�mida y sin una hermosura obstructiva. De pronto
�l se iluminó con el donaire de una vieja galanter�a en desuso:
-Somos primos distantes, tengo entendido. Soy feliz de ratificar un parentesco que
usted tiene la amabilidad de recordar. De ning�n modo hab�a contado con que lo hiciera
usted.
-Quiz� he hecho mal. -Y la se�orita Searle se ruborizó otra vez y sonrió-. Pero siempre
he sabido que hab�a gente de nuestra sangre en Norteam�rica y a menudo me he
preguntado y he indagado sobre ellos; sin conseguir enterarme de mucho, no obstante.
Hoy, cuando me trajeron esta tarjeta y vi que un tal Clement Searle recorr�a la mansión
como si fuese un extra�o, sent� que deb�a hacer algo. �Apenas sab�a qu�! Mi hermano se
halla en Londres. He hecho lo que pienso que habr�a hecho �l: recibirlo como a un primo. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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