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Ywain. Seguramente apuraba el trago de verse prisionera en la cubierta de su propio
navío. Contemplaría la rompiente y la costa cercanas diciéndose que aquél era el término
de su viaje. Pensaría que estaba a punto de morir.
Entonces se oyó un grito desde la cofa del vigía:
-¡Khondor!
Al principio, Carse no vio sino un peñasco escabroso que se adentraba en el mar, una
especie de cabo rocoso entre dos rías. Sin embargo, de aquel lugar áspero y
aparentemente inhabitable empezaron a salir cientos de Hombres-pájaro hasta que la
atmósfera pareció vibrar con el batir de sus alas. Al mismo tiempo se acercaba un gran
número de Nadadores, trazando en el mar estelas luminosas que les hacían asemejarse a
un enjambre de diminutos cometas. De las bahías surgió una flotilla de embarcaciones,
más pequeñas que la galera real pero rápidas como avispas, con hileras de escudos
flanqueando las dos bordas.
El viaje había llegado a su término. La galera negra fue escoltada hasta Khondor entre
vítores y gritos de júbilo.
Carse comprendió entonces las palabras de Jaxart. La roca misma era una fortaleza
inexpugnable erigida por la naturaleza. Al fondo se alzaban montañas infranqueables que
cerraban el paso a todo ataque de tierra. La pendiente del arrecife impedía el acceso por
vía marítima, sin más entrada que la tortuosa ría del lado norte. Este abrigo estaba
guardado por baterías de catapultas, que lo convertían en una trampa mortal para
cualquier embarcación que se hubiese atrevido a entrar en él.
El largo y atormentado canal daba a una rada cubierta que ni siquiera los vientos
podían atacar. El refugio estaba abarrotado de galeras khond, barcas de pesca y
numerosas embarcaciones de las más variadas formas, entre las cuales pasó la galera
negra dominándolas a todas con su majestuosidad.
Los muelles y la vertiginosa escalinata que conducía al coronamiento del arrecife,
donde se abrían galerías talladas a modo de túneles en la roca, estaban abarrotados con
toda la población de Khondor y de otros clanes aliados que se refugiaban allí. Eran gentes
rudas, con un aspecto indómito y curtido que agradó a Carse. Los arrecifes y montañas
devolvieron en ecos multiplicados sus ensordecedoras aclamaciones de bienvenida.
Aprovechando el jolgorio general, Boghaz insistió por centésima vez en la cuestión que
venía discutiendo aparte con Carse.
-¡Déjame negociar con ellos a cambio del secreto! Podríamos adueñarnos de todo un
reino... o más, si tú lo quieres.
Y por centésima vez respondió Carse:
-Aún no he dicho que posea ningún secreto. Y aunque así fuese, mío es.
Boghaz profirió una retahíla de maldiciones y juramentos, poniendo a todos los dioses
por testigos del mal pago que recibían sus desvelos.
Ywain volvía sus ojos de vez en cuando hacia el terrícola, con indescifrable expresión.
Los Nadadores les rodeaban y seguían a cientos. También había Hombres-pájaro con
sus radiantes alas plegadas. Carse pudo ver por primera vez a sus mujeres, criaturas tan
exquisitamente bellas que casi hacía daño mirarlas. Los khond destacaban por su
estatura y su cabello rubio entre otras razas exóticas. Era un caleidoscopio de colores y
resplandores acerados. Los cabos fueron lanzados y atados a los bitones, y por último la
galera quedó atracada.
Carse fue el primero en saltar a tierra, seguido de su tripulación. Ywain avanzaba muy
erguida al lado de él, llevando sus grilletes como si fuesen pulseras de oro elegidas por
ella para tan solemne ocasión.
Había un grupo que se mantenía aparte sobre el muelle, en actitud expectante. Era un
puñado de hombres curtidos, veteranos por cuyas venas parecía correr agua del mar en
vez de sangre, templados en incontables batallas. Unos eran de tez cetrina y ademán
ceñudo mientras otros presentaban rostros rubicundos y risueños. Uno de éstos tenía la
mejilla derecha y el brazo del mismo lado, el de la espada, totalmente desfigurados por
cicatrices y quemaduras.
También destacaba de los demás un gigantesco khond que parecía el rayo de la
guerra, con su cabello del color del cobre pulimentado. Le acompañaba una doncella que
vestía una túnica azul.
Recogía su cabello rubio y lacio con una redecilla de oro puro, y entre los pechos, que
la túnica dejaba al descubierto, una perla negra relucía con sombrío esplendor. Su mano
izquierda descansaba sobre el hombro de Shallah la Nadadora.
Como todos los demás, la muchacha prestaba más atención a Ywain que al propio
Carse. No sin cierta amargura, éste comprendió que la multitud no se había congregado
para ver al bárbaro desconocido, aunque fuese de éste el mérito de la acción, sino para
poder contemplar a la hija del rey Garach de Sark humillada y cargada de cadenas.
El pelirrojo khond fue el primero en recordar los buenos usos de la tradición, por lo que
hizo la señal de paz y saludó:
-Soy Rold de Khondor. Nosotros, los Reyes-Almirantes, te damos la bienvenida.
Carse respondió, pero pronto advirtió que se olvidaban de él, al observar la salvaje
alegría de su interlocutor ante la presencia del enemigo número uno.
Tenían mucho que decirse, Ywain y los Reyes-Almirantes.
Carse contempló otra vez a la joven. Por el jubiloso saludo de Jaxart supo que era
Emer, la hermana de Rold.
Nunca había visto una mujer así. Tenía un aire de hada, o de duende, como si sólo por
consideración se dignase vivir entre los humanos, pudiendo abandonar el mundo material
cuando se le antojase.
Los ojos los tenía tristes y melancólicos; en cambio los labios eran suaves y de sonrisa
fácil. Su cuerpo tenía la misma gracia flexible que había observado entre los Híbridos, y
sin embargo era un cuerpo bien humano y deseable.
Tenía orgullo, también..., tanto como Ywain, aunque de una naturaleza muy diferente.
Ywain era toda fulgor y fuego y pasión: una rosa de pétalos rojos. Carse la comprendía;
se sabía capaz de luchar con ella en su propio terreno y vencer.
Ahora, en cambio, se daba cuenta de que nunca podría comprender a una Emer. Ella
era parte de las cosas a las que había renunciado Carse desde hacía mucho tiempo. Era
la melodía perdida, el sueño olvidado, la compasión y la ternura; era todo el mundo
exquisito entrevisto en su infancia, pero no recuperado jamás desde entonces.
De súbito, ella alzó la mirada y le vio. Los ojos de ambos se encontraron y quedaron
prendidos largo rato. Carse observó que la expresión de la joven cambiaba. Los colores
fueron borrándose de su rostro hasta que se convirtió en una máscara de nieve. Oyó que
decía:
-¿Quién eres tú?
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