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ningún barco, que únicamente le había asustado el alba. Aquellos indescriptibles
amaneceres en el Yann parecían fuegos encendidos en lo alto de la colinas por un
mago que quemara en secreto enormes amatistas en una olla de cobre. Solía
contemplarlos asombrado aunque ningún pájaro cantara, hasta que de repente el sol
salía por detrás de una colina y todos los pájaros excepto uno empezaban a trinar; y el
pájaro tolulu se dormía rápidamente hasta que, abriendo un ojo, veía las estrellas.
Habría esperado allí varios días, mas al tercero, sintiéndome solo fui a ver el lugar en
donde encontré por primera vez al Pájaro del Río fondeado con su barbado capitán
sentado en cubierta. Y cuando miré el negruzco cieno del puerto y recordé a aquel
grupo de marineros a los que no había visto en dos años, vi un viejo casco de barco
que me observaba desde el cieno. El transcurso de los siglos parecía haber
decompuesto o enterrado en el cieno todo el barco a excepción de la proa y en ella vi
un nombre borroso. Leí despacio: era el Pájaro del Río. Y entonces comprendí que,
mientras para mí habían pasado escasamente dos años en Irlanda y Londres, en la
región del Yann había transcurrido mucho tiempo, el cual había arruinado y
descompuesto a aquel barco que una vez conocí, y había sepultado años atrás los
restos mortales del más joven de mis amigos, quien a menudo me hablaba de Durl y de
Duz, o me contaba las leyendas de dragones de Belzoond. Pues mientras que en otras
partes reina la calma, más allá del mundo que conocemos brama un huracán de siglos
cuyo simple eco trastorna profundamente nuestros predios.
Permanecí un rato junto al arruinado casco del barco y oré por aquellos que pudieran
ser inmortales de entre todos los que solían desdecender el Yann: recé por ellos a los
dioses que a ellos les gustaba rezar, a los dioses menores que bendicen Belzoond.
Más tarde abandoné la choza que había construido en aquellos voraces años y volví la
espalda al Yann, penetrando en la selva al anochecer, precisamente cuando las
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orquídeas estaban abriendo sus pétalos y deplegaban todo su aroma, y pasé aquel día
en el abismo de amatista del desfiladero de las montañas azul grisáceas. Me
preguntaba si Singanee, aquel extraordinario cazador de elefantes, habría vuelto con
su lanza a su noble palacio de marfil o si su destino habría corrido parejo con el de
Perdóndaris. Cuando pasé junto al palacio, en una de sus puertas traseras vi a un
mercader vendiendo zafiros: seguí adelante y llegué a la caída del crepúsculo a
aquellas pequeñas cabañas desde las que se divisan las montañas de los elfos y los
campos que conocemos. Y me dirigí a la vieja bruja que había visto anteriormente, la
cual estaba sentada en su salón con un chal rojo echado sobre los hombros tejiendo
todavía la capa dorada; y a través de las ventanas brillaban débilmente las montañas
de los elfos y pude volver a ver una y otra vez los campos que conocemos.
Cuénteme algo sobre esta extraña tierra dije.
¿Qué es lo que sabe de ella? respodió . ¿Sabe que los sueños son Ilusión?
Claro que sí conteste . Todo el mundo lo sabe.
¡Oh!, no todos añadió ella , los locos no lo saben.
Eso es verdad dije.
¿Sabe usted que la Vida es Ilusión?
Claro que no respondí . La Vida es real, la Vida es seria...
Al oír esto, la bruja y su gato (que no se había movido de su sitio junto al fuego)
estallaron en risotadas. Permanecí allí algún tiempo, pues tenía muchas preguntas que
formular, más cuando comprendí que la risa nunca cesaría, di la vuelta y me fui.
[FIN]
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